Hay luz en tu casa. Lo he visto desde la calle. He subido deprisa las escaleras. No soporto la claustrofobia que me genera ese maldito ascensor y, aunque tenga que llegar hasta el último piso, prefiero hacerlo así. Me detengo en el descansillo. Como casi siempre, oigo el sonido dulce de tu saxo. Imagino tus partituras llenas de anotaciones, tu atril, tus libros de música, tus lápices… Y sigo, pensativa y ya con más calma, subiendo hasta mi casa.
Cuando se hace el silencio y llega la noche, la luz sigue encendida. Lo sé porque vuelvo a bajar a la calle con Trufa, la excusa perfecta para airear mi piel y oxigenar mi alma. De nuevo escaleras arriba, le ruego que no ladre. Tengo que cogerle en brazos; si no, es imposible. Subo despacio. Esta vez solo se oye un saxo suave, como salido de una gramola, y un susurrar de voces…
Es ya hora de dormir. Quiero dormir. Me acuesto pero no lo consigo a pesar de todo porque el reflejo de tu luz llega hasta la terraza de mi dormitorio. No recuerdo más. Cuando despierto, todo es oscuridad. Y te imagino abrazado a tu almohada, de espaldas al mundo.
Telma