Hace mucho, mucho tiempo, cruzar la frontera de Francia era un viaje fantástico, un viaje a lo desconocido. Abandonabas tu «zona de confort» y te adentrabas en un terreno desconocido, una aventura en toda regla.
Era una época en la que al otro lado de la frontera se hablaba otro idioma, se usaba una moneda diferente, para acceder te pedían el pasaporte en regla, el carnet de conducir,… donde te revisaban el coche a voluntad del policía o del gendarme, por si pasabas algo de contrabando, o si eras un malhechor de lo peor habido y por haber…
Por ser diferente, era distinto hasta el clima, ya que al ser de orientación norte siempre era más frondoso en primavera, más verde en verano, más nevado en invierno y con más tonos multicolores en otoño.
Para colmo de males, no existían los teléfonos móviles, ni wifi, ni internet,… Para comunicarte con «tierra amiga» debías encontrar una cabina que funcionara (no siempre tarea fácil), disponer de francos y/o fracciones de esa moneda extraña,…
Si todo eso no era suficiente, las fronteras se cerraban a las 10 de la noche durante casi todo el año y como quiera que encontraras niebla, cortes de carretera o cualquier otra incidencia te encontrabas en territorio hostil, poniendo popa a la frontera y buscando alojamiento en esos magníficos alojamientos, con óptima relación calidad/precio de los que hacen alarde al otro lado de los Pirineos, esperando tener suficientes francos.
Pero un día todo cambió y lo que se expone líneas arriba pasó a ser esas historias difíciles de creer del abuelo cebolleta y hoy pasas a Francia como quien cambia de valle o como quien va a pasar la tarde aguas abajo. Siguen las diferencias de clima y poco más.
Viva el avance, la tecnología, el espacio Schengen, el wifi y… pero que sepamos que el peaje que pagamos es la pérdida del romanticismo, la aventura,… Hoy solo queda un monolito.
Y mañana??….Una bonita historia que contar.