Pasas la frontera de manera casi imperceptible. Los letreros pasan a estar escritos en portugués y poco más.
Lo primero que llama la atención es el descomunal acueducto de casi 13 kilómetros, mandado construir en los siglos XVI y XVII ante la insuficiencia de agua para una población creciente.
Como es una ciudad con doble amurallamiento, hay que pasar al interior del recinto para ver su casco antiguo. Te das cuenta de que el pasado fue un tiempo mejor. Ahora hay un ambiente un poco decadente, de melancolía portuguesa, unido probablemente a una crisis económica en las últimas décadas que han retraído las iniciativas de restauración.
Hay casas muy bonitas, rincones preciosos. Pero el potencial es muy superior a la realidad. Con dinero podría ser una ciudad muy turística, favorecida por sus monumentos, su proximidad a la frontera española…
Tuvimos la suerte del cambio horario, por lo que llegamos a la una del mediodía y, pese al sofocante calor, nos permitió realizar la visita antes de comer. Después hubiera sido casi imposible, con los 45 grados.
Hay que callejear. Es una pequeña población de poco más de 20.000 habitantes y el casco antigüe dentro de las murallas se recorre fácil, aunque haya pendientes en el camino hacia el castillo.
La plaza central es coqueta, con el ayuntamiento y la iglesia principal. La foto es obligada.
Una última recomendación. Seguro que hay otros buenos restaurantes, pero en el que estuve comí fenomenalmente. La Adega Regional. Fabulosos los bacalaos (cuatro tipos diferentes) y las brochetas. El famosos porto a la alentejana me decepcionó un poco.